Edgar Rubio
Es posible mirar la libertad de un cineasta que se atreve a cantar frente a la pantalla, a revelar sus obsesiones y a manifestar una esperanza a pesar de todo lo que va mal en su vida y en la del mundo que lo rodea.
Porque es verdad, como reflexiona Nanni Moretti en su película, que quizá nadie entienda a Mozart, pero sus creaciones nos alegran el mundo y someten el ruido en una partitura emocionante.
Moretti celebra el cine desde la crítica hacia una nueva forma de cine que parece saberlo todo sobre la realización y sobre las audiencias.
Un cine programático supeditado a un consumo vertiginoso y a estrategias de mercadotecnia en apariencia, y sólo en su superficie, infalibles.
Y es que este realizador italiano elabora desde la antítesis de esta visión programática.
Se cuestiona, se revuelca en la filosofía, en la historia del arte y del cine, cita a Kieslowski para no salir limpio, sino herido por preguntas que pueden generar una conversión del arte.
Por eso su cine canta, danza, se vuelve inesperado, caótico, como la vida, navega en un mar de incertidumbres en busca del amor y de cierto cine que siga, desde una ética creativa, iluminando el porvenir.