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Cine Latinoamericano en Cannes: Argentina

Cannes nunca ha sido pródigo con el cine latinoamericano, y tampoco este año ha sido la excepción. Poco más de una decena de títulos esparcidos entre los diversos programas y secciones paralelas del Festival es todo lo que aportó Latinoamérica a un evento que se sabe destinado, más allá de su proclamada vocación auterista, a promover el cine galo (cerca de un 45% del total de títulos exhibidos eran franceses, incluidas las coproducciones). Pero valió la pena, más allá del Gran Premio de la Semana de la Crítica, ciertamente muy merecido, a Simón de la montaña, acompañado de otro al Mejor Actor Revelación que recibiera el brasileño Ricardo Teodoro por Baby, de Marcelo Caetano. Las notas que siguen van dedicadas a tres largometrajes argentinos que hicieron presencia por esos días en las pantallas de esta 77. edición de Cannes.

Algo viejo, algo nuevo, algo prestado (Hernán Rosselli), estrenado en la Quincena de los Cineastas, propone una curiosa incursión en el submundo del juego ilegal. Ambientado en Lomas de Zamora, al sur del conurbano de Buenos Aires, este inclasificable ejercicio de docuficción reconstruye la historia de un clan familiar que operaba en la zona, los Felpeto. El punto de partida es una colección de cintas en VHS grabadas a lo largo de los años por el padre, Hugo, y puestas a disposición de Rosselli (quien residió en la zona durante casi tres décadas) por su amiga Maribel Felpeto, hija de aquel. Así como el hecho, no menos importante, de que tanto ella como su madre Alejandra y otros miembros de la banda convinieran en interpretarse a sí mismos. La figura de Maribel, desde su infancia hasta la actualidad, preside este retrato de grupo que incluye rutinas de trabajo y rituales del ocio (bodas, fiestas navideñas, juegos, viajes), y donde además abundan las confesiones, peleas, interrogantes y momentos de intimidad. Con lo cual se configura una visión al interior de esta especie de célula subversiva que prospera en la ilegalidad, a costa y desde los márgenes de la sociedad. En cierto sentido, pareciera que toca a la hija erigirse en heredera de la memoria del grupo al rescatar esas imágenes e hilvanar una épica sentimental, de lo criminal barriobajero, a partir de ellas. Es justo ese proceso a lo que apunta el filme de Roselli. Si bien al pasado le bastan el archivo paterno y las voces autorizadas de los sobrevivientes que las comentan, la actualidad aparece invadida asimismo por una diversidad de registros, tomados desde teléfonos celulares, cámaras personales y de videovigilancia, computadoras, etc., que dialogan entre sí comandados por la voz en off de Maribel, lo cual confiere al presente del relato un espesor, una suficiencia que sincroniza a la perfección con el archivo que lo precede. Y donde el Preludio in Do Mayor de Bach, al teclado electrónico, instala una cadencia íntima, misteriosa, que atraviesa y unifica la narración, se hace cómplice de un microcosmos cuya radiografía, como bien anuncia el título (derivado de una antigua tradición del día de bodas), es deudora de lo viejo, lo nuevo y lo prestado por sus personajes.    

Simón de la montaña (Federico Luis, Argentina) comienza y termina con las mismas preguntas dirigidas a su protagonista. El comienzo se ubica en un paraje montañoso inhóspito, azotado por una brusca tormenta, donde unos chicos de excursión han perdido contacto con el guía. Tampoco tienen cobertura celular, ni siquiera en una elevación donde se yergue un Cristo solitario, en lo que pareciera sugerir abandono u hostilidad por parte del mundo exterior. Pehuén, su interlocutor, indaga sobre cosas como la edad y el oficio de Simón, y si sabe hacer la cama o cocinar. Es la prueba de admisión al grupo, pero también el ensayo para una entrevista futura. Porque Simón quiere entrar, y para hacerlo debe demostrar que es como ellos, o puede serlo, quién sabe. Todos tienen algo en común, son en mayor o menor medida «discapacitados», el eufemismo con que califican como humanidad disminuida ante la sociedad. Ello implica un reconocimiento oficial de ese estatus, por el cual tienen derecho a un estipendio y asisten a un centro de acogida donde reciben medicación, practican deporte, hacen teatro y, en fin, socializan como cualquiera de su edad. Al final, cuando vuelven las preguntas, Simón es ya parte del grupo y la psicóloga que lo interroga se limita a sancionar el diagnóstico y encaminar el trámite burocrático que sigue. Entre uno y otro momento asistimos al alejamiento de la familia, madre y padrastro, cuyo desenlace adquiere ribetes violentos. Y claro está, a su incorporación a la comunidad, que supone una especie de renacer a otro modo de asumir la convivencia y las relaciones con el resto del mundo, a la vida como el juego interminable al que se entrega el inocente, la paradoja de una otredad que empodera al sujeto, subvierte las etiquetas y se sirve de ellas. Una otredad que, en primer término, cuestiona la esencia misma de lo que se considera “normal”. La pregunta, no obstante, sobrevuela todo el tiempo: ¿es Simón un impostor o, en efecto, un neurodivergente débil en busca de un lugar donde reconocerse? ¿Es Pehuén su alma gemela, o simplemente el modelo a partir del cual construye su personaje? Cuando está con sus parientes apenas tartamudea o gesticula. En los ensayos de Romeo y Julieta memoriza y pronuncia con total fluidez las réplicas, sirviendo de apuntador a un ofuscado Pehuén. Lo de Simón es el lenguaje corporal, su rostro se contorsiona en un rictus extraño antes de cada frase, lo mismo que Pehuén. No es casual el énfasis en su mirada, suspendida entre el auténtico asombro y la intensidad con que registra su nuevo entorno. La propia madre, así como su enamorada, Colo, parecen convencidas de que está fingiendo. Igual no importa en qué medida lo sea. Lo que cabría preguntarse es por qué lo hace, si su vehemente rechazo a la vida que le ofrecen en el hogar, a las rutinas a que obliga la subsistencia, no llega al punto de enajenarlo, no desemboca en lo morboso, en el desajuste cuya salida más segura es refugiarse en la enfermedad, mimetizándola. Lorenzo Ferro, que encarna a Simón, es el único profesional del grupo. Sus restantes compañeros pertenecen a una comunidad real de Mendoza; algunos incluso conservan su verdadero nombre, como el volátil Pehuén Pedre. Un enfoque reminiscente en más de un momento del documental, la notable desenvoltura de los muchachos y lo preciso de un corte que se limita a exponer sin ofrecer explicaciones evidencian en este primer largometraje una mirada cargada de simpatía y admiración hacia individuos a menudo descalificados, cuando no estigmatizados (pero invariablemente segregados) por la ignorancia e hipocresía de la institución y los prejuicios de una sociedad más atenta a la corrección política y sus lugares comunes acerca de la “diversidad” instalados en los medios masivos que a la real excepcionalidad de tales sujetos, quienes en cualquier caso se equiparan, o incluso aventajan, a muchos de sus congéneres dichos “normales”.

Los domingos mueren más personas (Iair Said, Argentina) es una comedia triste, protagonizada por el propio director, con la que además debuta en el largometraje. David, su solitario antihéroe, es un joven judío gay cuya obesidad, retraimiento y adicción a los somníferos sugieren más de una frustración personal. Este cursa una maestría en Italia, pero tras ser abandonado por su pareja en un cuarto de hotel (con el consiguiente desamparo y desesperación ante una ruptura que se resiste a aceptar), parte a Argentina para asistir a los funerales de un tío, esperando dejar atrás el dolor acarreado por la separación o que aparezca una segunda oportunidad, como en otro orden de cosas, veladamente simbólico, son sus planes de retomar las clases de automovilismo y presentarse de nuevo a exámenes. Lo que encuentra en Buenos Aires es una familia agobiada por la enfermedad del padre, Bernardo, ingresado en estado de coma, y una crisis económica que obliga a sopesar cuidadosamente cada gasto, por más insignificante, sea una merienda en el autoservicio o negociar el precio de una tumba con la comunidad judía. Su regreso está asociado al recuerdo de ese padre, cuyo perfume lleva ahora para sorpresa de Dora, la madre. Por lo demás, la relación entre esta y David parece estancada, como ese fregadero entrevisto por la cámara en algún momento mientras conversa con ella. Otro tanto puede pensarse del padre, a quien David se niega a visitar en el hospital. La madre, en cambio, se ha consagrado hasta ahora al cuidado del enfermo, rechazando la idea de la eutanasia (de hecho, prohibida en el país) o cuando menos a firmar un consentimiento de no intervención terapéutica. El retorno de David, sin embargo, vendrá presidido por una interminable cadena de contratiempos que a la larga propiciarán la reconciliación entre ambos. Sea la causa una torpeza y descuido innatos, potenciados por la obesidad del protagonista, o una miseria sexual que lo pone a menudo en aprietos, como cuando choca el auto del instructor al intentar seducirlo (y terminar abofeteado por este), o aprovecha la amabilidad de un vecino para excitarse con una prenda intima prestada por este, o acosa visualmente a un enfermero en un cuerpo de guardia, o asiste a una fiesta gay en la que se siente como un bicho raro, con los labios pintarrajeados de azul. Su enajenación remite implacable, y metafóricamente, al plano físico, al cuerpo incapaz de entenderse con su entorno, sea un jacuzzi o un teléfono celular. Cuerpo castigado una y otra vez, como prueba el accidente del que sale con el cuello inmovilizado, tras quedarse dormido mientras manejaba. Acá vale la pena recordar el mantra de la madre, haciéndose eco de un destino inescapable: «Si quieres ser judío, tienes que sufrir». Lo sucedido, sin embargo, termina de acercarlo a aquella, que antes se ha accidentado también, esta vez en casa. Una tierna historia emergerá del entendimiento entre ambos cuando se hagan evidentes las razones que subyacen en el reclamo del hijo ausente y este encuentre espacio para sobreponerse a sus miedos, al fantasma de la soledad, en la aceptación personal y la cercanía del otro. Tan austera como su lacónico protagonista, la película de Said sobresale por la agudeza y convicción con que retrata a un David en busca de un gesto de amor, de una puerta que se abra nuevamente, allí donde al inicio otra permaneció cerrada, indiferente a sus súplicas.

Alberto Ramos (Cuba)

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