NoticiasMediosEL MAL NO EXISTE (Ryusuke Hamaguchi, Japón)

EL MAL NO EXISTE (Ryusuke Hamaguchi, Japón)

He aquí yo os envío como ovejas en medio de lobos;

sed, pues, sabios como serpientes y sencillos como palomas. (Mt 10,16)

Desde el propio título, el filme del japonés Hamaguchi adelanta una cuestión, si bien harto debatida, no por ello menos inquietante: aquella que refiere a la existencia del Mal. El crédito aparece en azul, el color que evoca al Cielo, excepto la negación, el NO en rojo que introduce una cesura, a partir de la cual no sabemos si tomar la afirmación al pie de la letra o asumir el subrayado en rojo como una invitación a leerla en sentido inverso, a convalidar la existencia del Mal. En cualquier caso, el simbolismo del color es evidente, dado que el rojo, por su parte, se asocia históricamente al diablo, a la sangre y a escenarios de violencia y muerte.

La historia tiene lugar en el poblado de Mizubiki, cercano a Tokio. Allí vive Takumi, el “hombre orquesta” del lugar, junto a su pequeña Hana, en una cabaña en medio del bosque. Lo anterior no es mera coincidencia, porque entre este hombre y la naturaleza que lo rodea hay una profunda identificación. El bosque provee madera, el fuego indispensable para sobrevivir a la crudeza del invierno; un agua famosa por su pureza que brota generosamente de numerosos manantiales; y alimento, como el wasabi silvestre, que solo el ojo entrenado de un conocedor como Takumi puede descubrir entre la vegetación. Él y Hana son, por lo mismo, parte de ese bosque que generosamente los acoge, un organismo vivo cuyos secretos va revelando el padre a la pequeña a lo largo de sus paseos. La cámara celebra estos descubrimientos ocasionales, desde el cielo que se filtra a través de la copa de los árboles en la larga secuencia inicial, hasta la espléndida visión del abrevadero de los ciervos que emerge en medio de la nieve. Este último un espacio de particular significación toda vez que allí acude Hana en sus escapatorias, fascinada por la contemplación de los ciervos, y en el que, como un regalo del cielo, recoge las plumas que invariablemente deja caer un faisán que pasa volando.

Pero el bosque, y la vida de sus habitantes, se encuentra también bajo amenaza. En una de sus caminatas, el padre muestra a Hana el esqueleto de un ciervo abatido por cazadores furtivos. Los disparos que se escuchan al inicio y al final son la única señal de su existencia, y sirven, por lo demás, para llamar la atención sobre otros “cazadores” que se aproximarán al lugar con intenciones no menos letales. Se trata, ni más ni menos, de dos enviados por una empresa asentada en Tokio que pretende construir un glamping (neologismo que en inglés refiere a un camping de lujo, p.e., glamorous camping) en el lugar. La misión de Takahashi y Mayumi, quienes ni siquiera son especialistas en el tema sino empleados de una agencia de talento artístico contratados para la ocasión, es convencer a los locales de las ventajas que traería en términos financieros y de prestigio semejante inversión.

En una tormentosa reunión con los residentes, a la cabeza de los cuales se encuentran el anciano que preside la comunidad, Suruga, y el propio Takumi, ambos son recibidos con desconfianza y hostilidad. Tras presentar ostentosamente el proyecto como verdad inobjetable avalada por la ciencia, la pareja recién llegada es incapaz de convencer a los presentes acerca de detalles como la ubicación y pertinencia de un tanque séptico o la posibilidad de prevenir eventuales incendios provocados por turistas irresponsables. Hay varias intervenciones, pero todas giran alrededor del peligro que representa el proyecto para la salud y seguridad de los habitantes y del entorno, en tanto generador de desequilibrios ambientales que inciden particularmente en la calidad del agua y la preservación de los bosques.  

Tras la derrota, el filme hace un aparte para mostrar las verdaderas intenciones de la empresa y sus enviados. En la videoconferencia a su regreso a Tokio, Takahashi, Mayumi y su asesor comparten impresiones con el director de la corporación, quien luego de “felicitarlos” efusivamente los conmina a volver y proponer algunos de los cambios exigidos por los moradores, a fin de ofrecer una imagen propositiva que les permita avanzar lo más rápido posible en lo que realmente interesa: lograr la aprobación del proyecto con mínimas concesiones a su contraparte. Lo anterior resultaría indispensable para aventajar a posibles competidores en un mercado al alza y hacerse con los subsidios postpandemia que recibirán por el proyecto, algo que ya había avizorado Tatso, un joven del lugar cercano a Takumi que había interpelado con dureza a Takahashi tras la exposición del proyecto. A continuación sigue una extensa y reveladora conversación en auto, reminiscente de Kiarostami y Panahi en la sutileza con que maneja los subtextos, en que Takahashi y Mayumi intercambian sobre temas más íntimos. Diálogo que cierra este paréntesis arrojando luz sobre las carencias sentimentales de ambos, dos solitarios que han fracasado en sus relaciones interpersonales, y cuyas apreciaciones al respecto contrastan con el espíritu de comunidad que comparten los pobladores de Mizubiki.

El segmento final abre con la llegada de Takahashi y Mayumi a casa de Takumi. Una larga conversación termina de convencer a este último de lo que se esconde tras sus gestos y palabras halagadoras. La cuestión de los ciervos, como presuntas víctimas de la invasión turística, trae a colación un comentario sobre la agresividad de los animales y la posibilidad de alejarlos del lugar, lo que para Takumi deja en evidencia que se trata de imponer el proyecto de glamping a toda costa, incluso del exterminio de los animales. Son los nuevos “cazadores”, que otro disparo a lo lejos, como al inicio, señala como continuadores de una cacería que ahora tiene por objetivo a la totalidad de la comarca, incluidos sus habitantes. Queda claro el paralelo entre los ciervos, en esencia pacíficos y hasta tímidos, y los pobladores, como asimismo la advertencia de que, tal como aquellos suelen defenderse ante una agresión a los suyos, cabría esperar una respuesta similar en el caso de los humanos. 

En lo tocante a su construcción formal, aunque a primera vista opta por un realismo más o menos convencional, un aura de misterio permea el discurso fílmico, a lo que contribuyen en buena medida la música minimalista de Eiko Ishibashi, el recurso a asociaciones y repeticiones con un sentido simbólico (los disparos, las plumas del faisán, los ciervos muertos), un acentuado pictorialismo en la composición de algunos espacios (como el abrevadero de los ciervos) y lo enigmático de ciertos emplazamientos de cámara (los prolongados travellings de cara a un cielo que emerge entre la copa de los árboles; el camino que se aleja visto a través del cristal trasero de un auto). El curso de los acontecimientos y su desenlace se verán marcados por esta peculiar opacidad, que pareciera apuntar a la intervención de una instancia sobrehumana que preside el destino de los personajes.

La extraordinaria secuencia final está rodada en un descampado con el bosque al fondo, invadida por una luz gris azulosa que presagia la llegada de la noche y confiere un toque de irrealidad al conjunto. Hana ha desaparecido y Takumi, en compañía de Takahashi, la encuentra finalmente allí, a pocos metros de un ciervo herido. Las sucesivas reacciones de Takahasi y Takumi ante la sorpresiva decisión de Hana, en un desenlace aún más desconcertante, pueden explicarse, por una parte, a la luz de una compenetración hombre-naturaleza que el filme ha dejado clara desde el comienzo, y por otra, de la incapacidad del capital y sus representantes para procesar esa lógica de amor, entrega y salvaguardia. El Mal existe, pero sus máscaras caen ante la perturbadora visión del inocente que avanza al encuentro de una naturaleza martirizada. Desarmado, ese Mal se doblega y derrumba literalmente en esta preciosa parábola sobre la salvación dispensada por la gracia redentora de una humanidad que se reconoce y afirma en el sacrificio y la entrega.  

Alberto Ramos (Cuba).

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