Por Alberto Ramos
(Berlín, 18 de febrero de 2024). Bruno Dumont se ha interesado por la religión, o más bien lo religioso, a lo largo de toda su carrera. Bastaría recordar La Vie de Jésus (1997), Hadewijch (2009) y Hors Satan (2011), concebidas a la manera de sólidos, y a menudo sombríos, dramas humanos. El último tramo de su carrera, sin embargo, muestra una deriva hacia un discurso más irreverente, por demás en deuda con lo genérico, en el que suelen confluir el musical, la comedia alocada o el cine de época, como se advierte, por ejemplo, en la miniserie P’tit Quinquin (2014) y en Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc (2017).
En esta línea, pero tensando los límites al extremo, se sitúa L’Empire, suerte de pastiche posmoderno que echa mano a la comedia rural, el thriller policial y sobre todo a la saga futurista de corte bélico al estilo de La Guerra de las Galaxias. Solo que en este caso la voluntad es francamente desacralizadora, y lo que en las franquicias puestas de moda por Hollywood es solo el tenue soporte ideológico que sirve de pretexto a un impresionante despliegue de efectos especiales, acá se convierte en una aproximación sarcástica al eterno enfrentamiento entre el Bien y el Mal.
La acción transcurre entre la Tierra (un típico poblado pesquero de la Côte d’Opale) y el Cielo (donde flotan acompasadamente la iglesia de Dios y la mansión del Diablo, bajo la forma de un templo gótico y un palacio versallesco, el radical divorcio entre vertical y horizontal, lo trascendente e inmanente). La Tierra ha sido invadida por las legiones del Maligno, que se preparan para la ofensiva final. Se hacen llamar los Ceros, así como a las milicias celestiales se les conoce como los Unos, a tono con la visión que de cada cual ofrece la teología. Lo de Unos y Ceros remite además al dominio de la cibernética y la omnipresencia de los CGI (ejércitos de naves suspendidas sobre el suelo que se aprestan al combate, fulgurantes espadas que decapitan en un santiamén al enemigo).
Por lo demás, L’Empire explota la iconografía y el maniqueísmo propios del relato cristiano con intenciones claramente satíricas. El enfoque desenfadado, con más de un toque trash, llega incluso a la bufonada en clave Monty Python, si bien es evidente que la inspiración proviene en lo fundamental de las sagas futuristas de superhéroes. Belcebú, el Príncipe de las Tinieblas, ha enviado a sus adelantados al pueblo para preparar la conquista del mundo. Uno de ellos es un íncubo, Jony, padre del Wain, un bebé destinado a propagar la raza de los Ceros y aniquilar todo rastro de los Unos. A ellos se enfrentan Jane, hija de la Reina de los Cielos, y su ayudante Rudy.
En su primera parte, L’Empire se concentra en los planes para secuestrar y eliminar al Wain. Una vez que Jane y Rudy fracasan en su intento, el terreno está listo para la gran batalla apocalíptica, cuyo desenlace es un irónico y pesimista comentario, teñido del más trasnochado relativismo, sobre la relevancia del Bien y el Mal como paradigmas de la condición humana, todo ello anticipado en una perturbadora escena de seducción entre Jane y Jony que, sin proponérselo, resulta básicamente una interpretación literal (si bien en la dirección equivocada) del postulado evangélico sobre la doble naturaleza del hombre, sujeto del pecado y la redención. Divertida y trepidante, pero a ratos desigual y hasta excesiva (la parodia de la institución policial, por demás gastada y gratuita, sería un ejemplo), L’Empire puede verse como otro síntoma del escepticismo de una época que descree de la espiritualidad cristiana y sus tradiciones sin proponer una alternativa que arroje alguna luz sobre el misterio de nuestra existencia.