Por Alberto Ramos
(La Habana, julio 3 de 2024). Si algún común denominador pudiera sugerirse entre las dos ficciones brasileñas estrenadas en Cannes, Baby, de Marcelo Caetano, y Motel Destino, de Karim Aïnouz, sería quizá que ambas refieren a la orfandad de sus protagonistas como origen, en última instancia, de sus decisiones y actos. Orfandad que no sería tanto material como sentimental.
Wellington, en el relato de Caetano, es un joven recién salido de la cárcel a golpe de tambor (cuyo sonido identificará extradiegéticamente su presencia en lo adelante) y su primera reacción tras comprobar que sus familiares se han marchado de São Paulo es localizar el paradero de la madre. (Wellington es gay, y antes ha sufrido “en carne propia” el rechazo del padre y el hermano).
En el transcurso de sus averiguaciones, conoce primero a Ronaldo, y luego a Alexandre, dos hombres maduros que, si bien devienen sus amantes, en el fondo traducen a las claras su añoranza del padre ausente. Ambos, sin embargo, no pueden ser más distintos. Alexandre es un burgués, padre de familia, que adopta a Wellington ofreciéndole una vida desahogada a cambio de sexo y diversión. Pero en ello hay límites, y cuando accidentalmente se entera de que el joven es un exrecluso, los prejuicios se imponen al deseo y la relación entre ambos concluye. Ronaldo, por el contrario, vive alquilado en un tugurio y se gana la vida como escort, aunque también vende droga. Tiene un hijo al que frecuenta donde su ex, que vive con su nueva pareja y con quienes mantiene un trato abierto y afectuoso. Son, si se quiere, una familia atípica pero funcional. En este sentido, Wellington viene a llenar el vacío del hijo ausente; de ahí que Ronaldo trate al joven como un padre exigente y aleccionador, al margen de la relación sentimental que sostienen.
A la larga, sin embargo, recuperar al padre en la figura del Ronaldo tampoco es suficiente a los ojos de Wellington, para quien libertad y dignidad son valores cardinales, nunca negociables. Recordar que antes ha conocido la prisión, y ahora, junto a Ronaldo, las perspectivas de trabajo dejan mucho que desear, en tanto suponen aceptar las humillaciones más brutales y aberrantes, e incluso el peligro de una vuelta a prisión. Esa libertad, en cambio, aparecerá cuando decide unirse a un grupo de amigos gais que hacen vida y arte callejero. Lo radical del gesto, desafiando la precariedad material y el estigma de la exclusión en más de un aspecto, representa un paso decisivo en la madurez del joven protagonista, como muestra la conmovedora escena del reencuentro-despedida en el ómnibus. En un momento anterior, a mediados del filme, Ronaldo había regañado a Wellington tras una frustrada experiencia con un cliente, exigiéndole que no se comportase como un bebé (nom de guerre que el joven adoptará después). Cuando vuelvan a encontrarse al final, del “bebé” que salió de prisión solo quedarán la alegría en la mirada del inocente, en su sonrisa dulce, generosa.
Motel Destino, que la crítica se ha apresurado en clasificar como thriller erótico (¿qué thriller no lo es, en sus implicaciones más profundas?), propone otra variación de las películas de iniciación que, si bien en un tono más sombrío al de Baby, concluye igualmente con una nota optimista. Abre y cierra en una playa paradisíaca de Ceará, donde el protagonista juega despreocupadamente, al principio con el hermano y al final con la amante (en reemplazo del hermano muerto, con lo cual deja atrás una infancia tormentosa). Heraldo, el protagonista, comete al inicio un error imperdonable. Encargados por Bambina, la dueña del resort donde trabaja con su hermano Jorge, de ajustar cuentas a un cliente moroso (al parecer, el lugar sirve de fachada al tráfico de droga), es seducido por una motociclista y abandona al hermano en medio de una fiesta. Esa noche, Jorge es asesinado, y al día siguiente Heraldo emprende la huida, perseguido por Rafael, otro de los hombres de Bambina. En su desesperación, encuentra refugio en el sórdido motel de carretera donde estuvo la noche anterior, regentado por una pareja, Elías y Dayana. Y donde un ambiguo personaje de aspecto aniñado, Moco, atiende las cámaras de vigilancia.
Casi todo el segundo acto transcurre en el espacio del motel, al que una sofocante paleta de colores saturados y el formato en super8 y 16mm confieren una dimensión “infernal”. Y el recurso a efectos estroboscópicos para recrear las alucinaciones que atormentan a Heraldo, asediado por las visiones de Bambina, Jorge y Rafael, añade una cualidad espectral a la cargada atmósfera del recinto. Allí Heraldo será fugitivo, luego empleado y, por último, objeto del deseo de la pareja. Con lo cual termina reincidiendo en su falta inicial, a saber, sacrificar el afecto y la confianza de los otros a cambio de una relación que pudiera reportarle, en teoría, la perspectiva de una vida “normal” en familia. Tener en cuenta que la madre de Heraldo murió y el padre abandonó el hogar, luego tanto Bambina como Elías pueden verse como hipotéticas figuras de acogida en el orden filial. El filme sugiere incluso esa identificación al vincularlos entre sí: Elías decora las habitaciones del motel con cuadros pintados por Bambina, como si al escapar Heraldo de la mujer, esta retornase bajo la figura de Elías. De hecho, al inicio el joven se dispone a abandonar su trabajo donde aquella para buscar nuevos horizontes en São Paulo, cerrando en cierta medida un ciclo que se identifica con espacios como el resort, o luego el motel, que no encajan en la lógica de hogar, y por lo mismo, nunca representarían un auténtico “destino” para el joven.
En cuanto a Elías, su nombre hace justicia a la referencia bíblica, en tanto su condición de cristiano devoto se ve rebasada por una sombría visión de la existencia, deudora de la tradición veterotestamentaria. No solo repudia y maltrata a Dayana porque supuestamente sea estéril (ella toma anticonceptivos en secreto), sino que en general desprecia a los humanos, considerándolos poco menos que animales. Basta verlo regocijarse cuando espía a sus clientes en los cuartos del motel, como animalitos en sus jaulas cuyos gemidos de placer inundan los pasillos. Recordar además el comentario descalificador, revelador de su miseria sexual, cuando divisa a una pareja de asnos copulando furiosamente en el patio. En ese espacio, a diferencia del motel, el sexo se vive a plena luz del día, en su sentido más “preadánico”. Es ahí, por lo mismo, donde tienen lugar los encuentros amorosos de Heraldo y Dayana, refugiados en la caseta al fondo ocupada por el joven. A manera de reverso ominoso, extrañas apariciones irrumpen en el motel o sobrevuelan el lugar: un inquietante bestiario de serpientes, aves carroñeras, figuraciones del horror y la muerte que reproducen las pinturas de Bambina.
El castigo a la nueva falta sobrevendrá a cuenta de Moco, quien cual retorcida versión de un Dios omnisciente tras las cámaras, acabará denunciando a los amantes. Por fortuna, antes de que la narración derive en una enésima versión de El cartero llama dos veces, Elías, encarnando al ángel vengador del relato bíblico, expulsará a la pareja transgresora de aquel paraíso del eros, obligándolos a desnudarse y cavar su tumba en un paraje desierto en medio de la noche. Como era previsible, cuando aquellos logran escapar a campo traviesa, el destino (bajo la forma de un animal, en este caso un caballo) corta el paso al perseguidor. Y así como relata Heraldo en una escena anterior, Jorge apuñaló al infame padrastro que los maltrataba cuando niños, ahora Elías sucumbe a una muerte atroz al ensañarse con Heraldo. Tiempo después, este y Dayana se reunirán finalmente al borde del mar, en imágenes de una consistencia fantasmática que remiten a la (incierta) añoranza de un espacio y un tiempo recobrados. Incierta porque, en un comentario estremecedor tras la desaparición de Elías, Heraldo se confiesa marcado por un destino fatal que tarde o temprano le ajustará cuentas. Certeza que comparte Bambina, presa de sentimientos encontrados, cuando frente a un retrato del joven responde a Rafael: “Hay gente a la que es imposible olvidar.” Para Heraldo, la única respuesta posible es la rabia impotente de quien se siente condenado sin apelación, enfrentado a un castigo de dimensiones casi metafísicas, kafkianas, que solo una figura redentora como Dayana podría conjurar.
(reseñado en el Festival de Cannes)