Por Alberto Ramos
(Berlín, 25 de febrero de 2024). A un espectador poco informado sobre Irán, My Favourite Cake podría parecerle una comedia triste acerca de una mujer cuya existencia experimenta un vuelco inesperado una vez que decide poner fin al aislamiento en que vive tras la muerte de su esposo y la partida de sus hijos al extranjero. Dado el contexto, sin embargo, las intenciones de sus realizadores van más allá de lo anterior. Su película habla de un sistema, una ideología, que ha relegado a las mujeres iraníes al estatus de ciudadanos de segunda clase, condición perpetuada a lo largo de siglos que les impide realizarse socialmente en pie de igualdad respecto a su contraparte masculina. Y de los caminos que, a tenor de los tiempos que corren, estas mujeres emprenden para promover un cambio radical en ese orden injusto y enajenante.
Mahin, la protagonista, es un ejemplo paradigmático de esa alienación. Es enfermera jubilada, tiene setenta años, hace treinta perdió a su esposo en un accidente y sus hijos han abandonado el país para establecerse en el extranjero, como buena parte de sus compatriotas, por lo que vive recluida en su casa de un suburbio de Teherán. Allí recibe de tarde en tarde a sus amistades, al tiempo que sus movimientos son cuidadosamente vigilados por una vecina cuyo esposo trabaja “para el gobierno”. En vida del marido, un médico militar, Mahin era la típica ama de casa consagrada a servirlo y a cuidar de los niños, como apunta una de sus amigas. Distanciada ahora de aquellos, para quienes atender a la madre lejana se ha vuelto un formalismo que resuelven con una videollamada, Mahin lleva la vida de muchas mujeres solas de edad avanzada, sin alicientes ni voluntad de superar su condición. Y ello la ha convertido en un ser infeliz. Basta prestar atención al prólogo, que adelanta un retrato de la mujer y sus rutinas hogareñas. Hay soledad en la apertura, un plano de situación de una sala vacía. En la mujer que solo alcanza a dormirse al mediodía, porque observar un horario carece de sentido. En el tono de llamada del teléfono, la Primavera de Vivaldi, que sugiere la añoranza de un cambio, dejar atrás el simbólico invierno en que se halla atrapada. En las plantas que riega en el patio, su silenciosa presencia (“es mi única alegría”, dirá más adelante). En las telenovelas que pasa la TV, la ilusoria promesa de felicidad que ofrecen a una melancólica espectadora que la cámara encuadra al centro del plano, sentada en un desolado sofá. Para colmo, más adelante una publicidad televisiva anuncia la llegada de una generación de robots diseñados para hacer compañía a personas solitarias. Como resume alguien, Mahin necesita canalizar sus emociones, tener “con quien hablar por teléfono”. Siempre que no sean su hija o la fiel Pouran, una amiga hipocondríaca que hace vida social en las consultas médicas.
Y Mahin se decide finalmente a salir de casa en busca de ese alguien, pero, además, y esto es lo que resulta subversivo, a ser ella quien tome la iniciativa. Un primer intento en la fila de una panadería fracasa. El segundo comienza en la cafetería de un lujoso hotel y termina en un restaurante para pensionistas, donde estos gastan los cupones de ayuda que les entrega el gobierno. Entre uno y otro espacio, que refieren al pasado y presente de Mahin, y por extensión, del país, ocurren varios incidentes que aportan contexto. El primero pone de relieve su desconexión con el presente. En el taxi rumbo al Hyatt se entera de que ahora el hotel se llama Libertad, y está en una zona mucho más concurrida. Mahin no puede contenerse y pregunta con ironía: «¿Y eso es libertad?» Todo ha cambiado en el hotel, ni siquiera pedir un café es tan simple como en otro tiempo, y Mahin comprende que es una extraña en aquel lugar. Rumbo al restaurante, más tarde, presencia un intento de arresto por la llamada “Policía Moral” de una joven que, según los agentes, no lleva correctamente el hiyab. (El filme resultó premonitorio; justo al comienzo del rodaje ocurrió la muerte de Mehsa Gina Amini y poco después se fundó el movimiento Mujer, Vida, Libertad). Mahin interviene, discute con la policía y logra que dejen marchar a la joven. Al despedirse, en una muestra de la identificación generacional, la muchacha le agradece el gesto con un beso. En cuestión de minutos, Mahin ha viajado desde el pasado donde se encontraba paralizada hasta un presente plagado de abuso, intolerancia y marginación. Dos espacios polares, el hogar y la calle, son representativos de esa trayectoria que anticipa un cambio decisivo de mentalidad en la mujer.
Este se verá materializado cuando conozca a Faramarz, un anciano taxista de su misma edad, lo invite a casa y caiga en cuenta de que el hombre es su alma gemela. Oficial retirado del ejército y veterano de guerra, de la que regresó cubierto de esquirlas y con el ofrecimiento de una tumba gratis como única compensación, Faramarz también sufrió lo suyo a manos de la Policía Moral, que lo arrestó equivocadamente cuando tocaba en una boda con su banda, hasta que un mes después lo liberaron al comprobar que se trataba de un veterano. A sus desventuras en tanto víctima del poder y su brazo militar autocrático se añade, por lo demás, un breve y desdichado matrimonio que terminó en divorcio. Como Mahin, es un alma solitaria; no le preocupa la muerte, pero sí morir en soledad. Ambos, además, comparten un pasado de inocentes transgresiones: él fabricaba alcohol clandestinamente; ella robó plantas de un parque cercano para su jardín. A su manera, Faramarz es un desajustado cuya conducta desafía el estereotipo masculino socialmente instituido. Lleva una vida de asceta, no ve nada reprobable en que Mahin tome la iniciativa y, para sorpresa de ella, se ofrece para reparar las luces del patio, algo que su marido nunca hubiera hecho. Gracias a él se hace la luz (literalmente) en la vida de la mujer. Ella, a su vez, lo invita a compartir su cake favorito. Muy pronto, las confesiones y declaraciones se suceden. Bailan, cantan, brindan, rememoran…, y cuando ella sugiere la posibilidad de una denuncia ante la Policía Moral, él remata con una ingeniosa salida: “¡Nos obligarán a casarnos! La celebración termina con una imagen aún más divertida: la pareja se ducha, sentados y completamente vestidos, en el más insólito (y pudoroso) lecho conyugal de una “boda” imaginaria que se han construido con cake, canciones, baile y brindis incluidos. No importa que más adelante el destino les juegue una mala pasada. En menos de veinticuatro horas, la aparición de Faramarz ha supuesto para Mahin la reconquista de su libertad (la real, que dignifica y empodera; no ese falso espejismo que se anuncia a la entrada de un hotel). En tal sentido, el plano final de espaldas, sentada en el jardín, amén de traducir el dolor y la frustración que la embargan, ratifica además su rechazo radical al orden de cosas responsable, en última instancia, de esa frustración.