Por Alberto Ramos
(La Habana, 14 de julio de 2024). Trei kilometri pana la capatul lumii (Three Kilometers Until the End of the World, Emanuel Pârvu, Rumania) describe la implosión de un universo familiar a partir de un suceso violento que arroja luz acerca de miseria moral en que vive sumida una remota comunidad rumana enclavada en el delta del Danubio, donde tal parece que la vida apenas ha cambiado desde los tiempos de Ceausescu y su socialismo real.
El suceso en cuestión es la salvaje golpiza que los hijos de un magnate local, Zentov propinan a un joven de 17 años, Adi, a la salida de una discoteca. A partir de ese momento, tres actores entran en conflicto: los padres del chico, que reclaman justicia tras conocerse la identidad de los agresores; Zentov y sus hijos, que tratan de esquivar la acusación; y Panalea, el comisario de la policía, que tercia entre ambos bandos. Lo que la pieza de Parvu sigue básicamente es el curso de la investigación alrededor de lo ocurrido, y cómo esta, que de un inicio es conducida con aparente neutralidad por el oficial según los protocolos establecidos para el caso, se ve gradualmente sesgada a favor de Zentov, a quien tanto Dragoi como Panalea adeudan sea dinero, sean favores tales como una jubilación en condiciones más que ventajosa.
A lo largo de la encuesta emergen toda clase de posicionamientos por parte de los involucrados, de manera que, al final, el propio filme deviene radiografía de una comunidad desconectada no solo física sino espiritualmente del mundo, y en cuyo accionar convergen el oscurantismo medieval y la nefasta herencia estalinista, enfilados a reprimir cualquier asomo de reivindicación proveniente una contemporaneidad a la que se teme y desprecia.
Con el prólogo se adelanta el suceso que da origen al conflicto. En la primera escena, Adi y Radu (un amigo que ha venido desde Bucarest a visitarlo), se encuentran a la orilla del mar y conversan. Dada la lejanía y el ruido cómplice del mar es imposible escuchar lo que hablan; la dilatación temporal, por demás, pareciera sugerir que alguien los observa. Lo mismo sucede en la tercera escena, cuando salen de la discoteca y, en medio de un camino vecinal, Adi se pincha con una espina de erizo y Radu chupa la sangre del dedo herido. Alguien que ha estado observando toma ese gesto como una expresión de amor homosexual y la agresión no se hace esperar. O sea, el fuera de campo oculta una mirada que tergiversa lo visto (nunca se besaron, como alegarán más tarde los “escandalizados” victimarios) y condena poco después al trasgresor, castigándolo con violencia.
Del lado de la familia, la segunda escena del prólogo ha establecido una premisa importante. Los padres de Adi están en deuda con Zentov. Por ello prefieren aferrarse a la hipótesis de que el joven es una víctima de Radu, a quien los pobladores llaman despectivamente “el turista”, en lugar de enfrentarse directamente a Zentov y sus hijos. En consecuencia, el padre alberga la esperanza de que Adi supere ese momento de debilidad y la Marina haga de él un hombre hecho y derecho. La madre, por su parte, recurre al sacerdote del pueblo, quien luego de un fallido intento de exorcismo aconseja internar a Adi en un monasterio. En ambos casos, el destino del joven se confía a “terapias de conversión” institucionales que funcionan como correctivos de conductas desviadas, y, por ende, antisociales. En cuanto a Radu, acá entra a funcionar el viciado argumento que considera a la ciudad, y todo lo que provenga de allí, como fuente de perdición. De hecho, Radu permanece siempre como una figura genérica, sin identidad, casi como un delincuente a la fuga. Nunca fue registrado por Tanta, la dueña del Airbnb donde se hospedó; tampoco Ilinka, la amiga de Adi, logró encontrarlo en las redes sociales.
A Zentov, en cambio, le interesa evitar la acusación sobre sus hijos. Su arma favorita es el chantaje. A Panalea, en primer término. Y más adelante al propio Dragoi, de quien es acreedor; y luego invocando un chat telefónico de Adi, supuestamente comprometedor, al que ha tenido acceso. Sus hijos, a la vez, no tienen reparos en admitir que su repudio visceral a la homosexualidad fue la causa de la agresión. Reaccionan como vecinos indignados, lo cual los identifica con el cura del pueblo, para quien la violencia ejercida sobre Adi por sus padres durante el exorcismo obedece a razones de fuerza mayor, el tipo de “ayuda” que no requiere de justificación. Al tiempo que, por otra parte, desliza que ello contribuiría a evitar un escándalo en la comunidad. En realidad lo que teme es, como Pilato, verse en el compromiso de defender a Adi frente a una muchedumbre enardecida. A todas estas, durante las cerca de 48 horas en que transcurre la acción, Adi permanece con el rostro amoratado e hinchado, sin que nadie, excepto su amiga Ilinka, se preocupe por sus heridas. Estas devienen el signo elocuente del abuso perpetrado, la prueba irrefutable mostrada en silencio por el joven.
El rol quizá más cuestionable toca, sin embargo, al oficial Panalea. En lugar de velar para que la investigación policial observe los términos previstos en cuanto a imparcialidad y rigor, Panalea saca partido de las circunstancias ubicándose del lado de Zentov. Tácitamente acepta lo declarado por los hijos de este, y lo mismo que el cura, invoca el honor familiar y la repercusión en el vecindario para persuadir a Dragoi de que retire la denuncia. Para él, como los demás, la solución radica en desembarazarse del transgresor, esto es, Adi, con lo cual el suceso quedaría olvidado en poco tiempo.
Distintiva del cine rumano, que ha hecho de esta una de las grandes cinematografías no solo europeas, sino contemporáneas, es la austeridad formal de la puesta en cámara y la impecable precisión de sus diálogos. La composición planimétrica, la atención a la perspectiva clásica en los intercambios entre personajes, responde al sutil registro de un espacio cuya «normalidad» se ve asaltada por un conflicto que supuestamente desestabiliza a la comunidad, subvierte sus valores: sea el escándalo que supone la ostentación pública de la homosexualidad o la amenaza del Otro invasor, el extraño venido de la ciudad. Composiciones que aplastan a los personajes, triangulan o dividen el espacio en que confrontan sus puntos de vista (padre e hijo, con la madre al centro; madre e hijo a ambos lados del sacerdote; una puerta a oscuras, referencia al hijo ausente, entre padre y madre). Otro tanto podría decirse del uso del fuera de campo para marcar el enfrentamiento entre el poder (Zentov, la policía) y las voces diegéticas que lo interpelan desde el encuadre (los padres, Simona), y al que Adi asiste en silencio, incluso a escondidas.
Un solo personaje en esta historia reacciona de manera diferente al resto, mostrando con su resuelto acompañamiento a Adi, la misericordia que este no encuentra ni siquiera en sus propios padres. Ilinka, la más vulnerable, sin agencia alguna para impedir la monstruosa injusticia que se teje alrededor del caso, confía ciegamente en su amigo. No lo ignora, no lo juzga. Lo consuela, enjuaga su espalda de “crucificado” cubierta de llagas. Desespera cuando sus padres lo incomunican, convirtiendo su casa en una prisión. Y es quien finalmente denuncia lo sucedido con la esperanza de romper el círculo vicioso de corrupción e hipocresía creado en torno al joven.
En este sentido, sin embargo, el desenlace no puede ser más pesimista. La llegada de Simona, una empleada del Comité para el Bienestar de la Infancia, lejos de resultar auspiciosa, apresura en los peores términos el desenlace, por demás previsible. Está convencida de que hubo maltrato tanto por los padres de Adi como por los hijos de Zentov, pero la negativa de aquel a ratificar la acusación, así como la intervención de este, apelando a sus contactos en el distrito, dan al traste con su tentativa de socorrer al joven. Y este, desde mucho antes, ya ha tomado una decisión. Segregado como un cuerpo abyecto por la misma comunidad que lo agredió, abandonado por unos padres que lo usaron como moneda de cambio, el ruido ensordecedor de una lancha de motor traducirá, como pocas veces, “el sonido y la furia” del relegado al ostracismo por la cobardía de unos, la hipocresía de otros, y la bajeza moral de todos. A sus espaldas, la vegetación dibuja un laberinto que se retuerce sobre la costa pantanosa; enfrente, como antesala de la libertad, una inmensa superficie de agua se abre ante él, iluminada por el sol.
(reseñado en el Festival de Cannes)