Por Alberto Ramos
(Berlín, 25 de febrero de 2024). Intercept deriva su título de las llamadas telefónicas a sus familiares en Rusia que realizan los soldados de ese país destacados actualmente en Ucrania, captadas por los servicios de escucha de la inteligencia local. El contraste entre lo dicho por aquellos y el escenario de referencia deconstruye el discurso del invasor a partir de una fuente de incuestionable objetividad. En medio del considerable despliegue informativo y testimonial dedicado al conflicto desde que este iniciara, Intercept sobresale a cuenta de la originalidad y contundencia de su enfoque, la sobriedad casi minimalista de su puesta en cámara y el rigor de su diseño narrativo.
Estructuralmente, Intercept consiste en una serie de viñetas, reminiscente de una videoinstalación, compuestas a partir de un elemento sonoro, una conversación telefónica en off a la cual se opone una imagen, casi siempre un plano fijo, otras veces desde un vehículo en marcha, tomada en territorio ucraniano. Gran parte de estas muestra la destrucción ocasionada por las tropas invasoras (en tal caso, la figura humana suele estar ausente, como si asistiéramos a lo que queda tras la muerte, desaparición o huida de los habitantes). Casas saqueadas, edificios incendiados, escuelas abandonadas, tanques de guerra destrozados. En otros casos, sin embargo, lo que aparece son espacios aún habitados, donde sus ocupantes resisten porque vivir se ha vuelto la respuesta más digna a la barbarie. Patios, parques, terrenos deportivos, playas, iglesias, centros de acogida y distribución de alimentos, se muestran ante la mirada impasible de la cámara, mientras la gente va y viene, sumando nuevas rutinas al tráfago cotidiano, afirmando que hay vida más allá del horror.
Semejante escenario, sin embargo, descalifica e impugna la narrativa que tiene lugar en el plano sonoro. El contrapunto está dado a partir del diálogo entre militares y sus esposas, hijos, madres, hermanos. En general, uno de los interlocutores se hace eco de la versión oficial del Estado ruso, mientras que el otro puede asentir o disentir al respecto. Priman la xenofobia (es común que se refieran a los ucranianos despectivamente como khokhols, nazis o banderites), así como la desinformación alimentada por la propaganda de Putin, según la cual Rusia ha emprendido una cruzada justa para liberar a Ucrania del nazismo. En nombre de esa causa resultan desconcertantes los extremos de deshumanización a que han llegado los que hablan a uno y otro lado de la línea telefónica. Particularmente chocante es que sean madres y esposas quienes expresen con semejante virulencia ese odio hacia los ucranianos. Una de ellas aprueba sin reparos el asesinato de una madre ante sus hijos; otra exhorta a quemar vivos al “enemigo”; una tercera asegura que irán al infierno y habla de violaciones y otros castigos horrendos. Varias veces invocan a Putin, China y la OTAN, dando muestras de su ignorancia en materia política. (Una de ellas llega a regañar al esposo por no estar “preparado políticamente”.) Se oye incluso a una niña cuyo único deseo es que “acabes de matar a los ucranianos y vuelvas a casa”.
De parte de los soldados hay coincidencia en muchas ocasiones, con la agravante de que estos son el brazo ejecutor involucrado y sus relatos están, por lo mismo, marcados por la violencia del agresor. Su posición, sin embargo, se revela a menudo ambivalente. Si bien algunos se han convertido en verdaderas máquinas de matar, sin mostrar un ápice de arrepentimiento, una creciente dosis de escepticismo y frustración invade a la mayoría. Uno de ellos, por ejemplo, confiesa al comienzo que antes de la invasión “era un hombre bueno, pero ha cambiado mucho”. Luego detalla con pasmosa frialdad su participación en las torturas y golpizas a manos de los miembros de la Seguridad del Estado. Y aunque al final insiste en que todo va bien con su salud mental, es obvio que atraviesa una seria crisis de conciencia.
La desilusión abarca un amplio repertorio que incluye la manipulación de los medios por el Estado ruso, las pésimas condiciones de vida en el frente, la corrupción de la jerarquía militar, la objeción al asesinato de civiles, el destino incierto de los muertos en combate, el reclutamiento forzoso… Los comentarios de los soldados van desmontando el triunfalismo del gobierno ruso, y las imágenes sobre las cuales se proyectan no hacen sino refrendar esa decepción. Con el tiempo, la narración se hace más sombría. Tumbas abiertas esperan en un cementerio improvisado en medio de un bosque; poco después, un soldado convencido de que va a morir pide a la esposa que haga lo imposible para impedir que su hijo sea reclutado, mientras sus palabras resuenan sobre un puente destrozado por los bombardeos, a imagen y semejanza de su propia vida. Más adelante, en medio de una noche, un camino que pareciera sin fin ni retorno se extiende ante la cámara que avanza, en tanto una voz comenta que su compañero ha muerto, otro está gravemente herido y él, agotadas las municiones, ha sido abandonado en medio de la nada. Esa breve secuencia, por sí sola, condensa el incierto destino que espera a esos hombres, perdidos en la noche oscura de una guerra absurda, convertidos en carne de cañón al servicio de las ambiciones imperiales de su país.